Tajadas de aguacate

El día que puedas salir a descubrir el mundo, hazlo con humildad. Y a tu regreso ve descalzo si es preciso, para sentir la tierra y sus entrañas y la desnudez de volver a ser. No soy sabia, nunca lo he sido, pero hay verdades que se me dan bien.

Pensaba en esto y en otras tantas cosas, revolviendo un té de Pickwick, como en aquellas tardes de los ‘90, cuando la cuchara batía solo agua y un poco de azúcar, dejando a su rastro una impertinente melodía entre ésta y el aluminio del jarro.

Creía que regresar podía ser incluso más bestial que la partida. ¿Puede existir algo tan brutal como la incertidumbre detrás de un camino?

Mi hermana ya me había advertido, que tenía miedo de verme y encontrarse con otra yo. Un manojo de años no son nada para un alma peregrina, me repito hasta el cansancio.

“Que si la gente cambia cuando se va del país, que si las calles en Cuba huelen a podrido, que si todo se ve triste, fúnebre, que ya no hay acaso pulcritud y que la grieta de la decadencia se expande, que si el olfato ya es otro y que el sudor sería eso, secreción”.

Nada de eso puede ni debe espantarme si conozco el cadáver que nunca sepulté.

Sin apenas idea de qué cosa era volver, me había prometido a mí misma, desayunar pan con aguacate cada día y así fue mientras estuve en casa. Pocas cosas pueden ser tan gloriosas como volver a tener ante ti, unas tajadas maduras de esa estirpe, con la cáscara deslizándose perfectamente de la masa hasta tus dedos, milagrosamente entera y con una corpulencia sin igual.

Pan con aguacate en las mañanas para salir a andar la tierra. Otra vez descalza, sin nada más  que unas cuantas tajadas de algo, que bien pudiera llamarse nobleza.

***Este texto continuará. Es apenas un avance ¡caballero!

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